Nocturna.

 
Llueve, hace mucho frío. No tengo abrigo suficiente ni paraguas. Estoy sola en San Stae esperando el próximo vaporetto. No hay personas ni ruidos, solo el agua del Canal Grande golpeando contra la ciudad, demasiado gélida en esta primavera. Entonces surgen de la oscuridad −de entre los muros de las piedras, de entre las iglesias antiguas−, aparecen de forma inesperada (apariciones, sí) un artista y su galerista. El artista, francés; el galerista, quizás alemán. El artista había pintado su piloto con pincel y pintura blanca. Palabras y dibujos por sobre toda la tela. Parejas besándose, parejas riendo, mirándose... Cocktail d’amore pintó en letras grandes sobre la espalda. Un cocktail grafiteado. Se aproxima un vaporetto y la mujer-guarda abre la tranca del bote. Nos grita fuerte en italiano, enojada, malhumorada. Mojados y muertos de frío, reímos y entramos. Buscamos refugio en el interior, buscamos calor. Somos tres con la cabeza en la Bienal, en las pinturas, tarde en la noche, en un vaporetto; y Venecia oscura y maravillosa, lluviosa, vacía. Desconocidos y libres, miramos distraídamente pasar la ciudad −romana, bizantina−, bajo luces desdibujadas y gotas de lluvia, con esa lentitud y letargo que tienen ciertos sueños, o quizás algunos seres fantásticos. Aquí, en Bizancio, pareciera que viven como las aves marinas: sobrevolando el agua, construyendo con piedras hogares dispersos.